¿Cómo no estar de acuerdo con la
editorial de hoy, mancomunada entre El País y otros periódicos Europeos? La
libertad de pensamiento y de opinión deben prevalecer, desde luego sobre los
ataques terroristas como el que ayer padecieron las víctimas del atentado
terrorista a Charlie Hebdo. La amenaza a la convivencia y a la libertad de
conciencia y de expresión no nos deja indiferentes. Ahora bien, el asunto
plantea una serie de interrogantes de difícil respuesta y que producen cierta
incomodidad.
El primero de ellos se refiere al
propio concepto de terrorismo. Cuando los que realizan un ataque lo hacen en
nombre del extremismo islámico –como es el caso aparente de ayer-, no parece
haber problemas. Pero nos produce cierta incomodidad esta expresión cuando las
víctimas son, por ejemplo, civiles hebreos que viajan en un autobús y la acción
se comete con la “justificación” del aplastamiento que sufre el pueblo
palestino. Como, a la inversa, nos la produce cuando se utiliza el propio
aparato del Estado para asesinar, lo cual, desde luego, no es patrimonio
exclusivo de Israel, aunque a veces se haga con el camuflaje de ciertas
organizaciones “pantalla”, como le ha sucedido, por ejemplo, al pueblo checheno.
La geopolítica ha cambiado, y ya no nos cuesta condenar un atentado cometido
por ciertos grupos armados que declinan en Latinoamérica, pero claramente
tenemos varia varas de medir. Si la justificación contra las acciones terroristas
no puede existir nunca -¿estamos unánimemente de acuerdo con esta premisa?-,
nos falta cierta calidad democrática en la definición de qué es una acción
terrorista. Sin que quepa admitir un concepto exageradamente amplio ni
simplificar las realidades, hay cierta doble moral en todo este asunto.
El segundo se refiere a los
límites de la libertad de expresión. Este es un asunto todavía más complicado y
lleno de sobreentendidos. No se trata del tema fácil de si existe una supuesta
responsabilidad social de no molestar a ciertos grupos peligrosos. Se trata,
más bien, de la posibilidad de admitir la libre expresión de cualesquiera
pensamientos. De cuáles son los límites. Es un asunto todavía más incómodo,
sobre todo desde el punto de vista de un modesto profesor enfadado con cuánto
se permite la restricción de la libre expresión e información en el mundo de
las relaciones laborales. Pero también perplejo con la visión extrema que parte
del mundo académico global hace con base en la famosa Primera Enmienda de la
Constitución Americana. El lenguaje del odio, la expresión desproporcionadamente
hostil hacia los otros, ¿cuáles son sus fronteras? Es muy fácil afrontar esta
pregunta a golpe de reforma del Código Penal, pero sin una reflexión más
general que trascienda el ámbito delictivo. ¿Dónde se incuba la intolerancia?,
¿qué pensamientos u opiniones no deberían ser objeto de libre difusión? No cabe
duda de que la restricción no puede ser nunca la regla y de que solo las
opiniones que generan directamente violencia no deben ser amparadas.
Y el tercero es el reverso del
anterior: si tenemos hoy una tan justa indignación, ¿no hemos tolerado en
nuestros sistemas de convivencia demasiados límites innecesarios a la libre
expresión? ¿No hemos sido demasiadas veces demasiado sensibles en nuestra
dignidad con comentarios que nos pueden molestar pero que no deberían
prohibirse? Hoy nos conmueven las víctimas de una intolerancia demasiado
radical. Pero los derechos ayer tan fuertemente agredidos también son
diariamente limitados por conductas de baja intensidad que restan pluralidad y
democracia a nuestra convivencia colectiva.
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