Hablar
de la brecha salarial está de moda. Buena cosa es esa. Será que la Ley Orgánica
ha cumplido diez años, o tal vez que se ha convertido en tópico incluso del
mundo bien-pensante. Últimamente he tenido que decir que no, por motivos varios,
a alguna que otra invitación para hablar del asunto. Así que hoy, con un
pequeño espacio de tiempo para la distracción, escribo un par de ideas sobre un
tema sobre el que creo que los enfoques dejan algo que desear.
Me
llama la atención que los pocos éxitos judiciales que conseguimos los
celebramos como si no hubiera un mañana. Casi todos, en el entorno del
problema, pero casi nunca en su núcleo duro: que si retribuciones en torno al
disfrute del permiso de maternidad, que si alrededor de los permisos parentales
o, en general, de los derechos de conciliación. Son temas importantes, sin
duda. Y reflejan una Jurisdicción algo más sabia que hace tiempo. Por lo menos,
una Jurisdicción Social porque, fuera de ella, los comentarios serían otros.
Pero
la brecha, en su profundidad, no se repara. Más bien, resiste e incluso se
agranda, como sucede casi inexorablemente con las leyes naturales. Queda el magro
consuelo de que no somos una excepción, sino la regla general: una sociedad
desigualitaria e injusta, como todas, entre hombres y mujeres.
Algunos
problemas han sido apuntados y, en realidad, han sido incorporados a la
legislación. Casi todos ellos, más de aplicación de la norma que de conceptos:
la Ley de 2007 ha sido cuidadosa en torno a la distribución de papeles entre
todos los órganos, administrativos y judiciales. Cosa distinta es que, en
términos de buen gobierno, unos y otros hayan entendido y asumido su
responsabilidad. Hay que concluir que solo en casos muy aislados la Inspección
de Trabajo ha estado a la altura de las circunstancias.
Bien
es verdad que hay problemas de concepto y de formación. La discriminación
indirecta o impacto adverso no ha sido integrada con normalidad en el
patrimonio cognitivo de los Juzgados y Tribunales. Puede ser que el término “desventaja
particular” que ha introducido la legislación interna arrastrada por las
Directivas de 2000 haya oscurecido la realidad que pretendía describir. Lo
cierto es que percibimos una ceguera colectiva que se traduce en que esta
discriminación sistémica se asienta en el mundo de lo invisible. No solo de los
órganos judiciales, sino de las instituciones y particulares que deberían
denunciarla y demandarla.
También
es cierto que las nuevas tendencias clasificatorias camuflan mejor las
discriminaciones indirectas. Por una parte, la insistencia en la estructura
basada en grupos profesionales admite unos niveles retributivos más difíciles
de descifrar. Los complementos variables abren muchas hipótesis que complican
el análisis. Y, sobre todo, se generaliza una absoluta falta de transparencia
en la definición y concreción de las partidas retributivas.
Por
supuesto, está el tema de la crisis. Y, más que el de la crisis, el de la
reducción generalizada de los salarios. Este entorno arrincona el problema de
la discriminación retributiva que padecen las mujeres, como si fuera un
problema secundario. Cuando, en realidad, agrava la cuestión y empobrece más a
quien de partida gana menos dinero ante la inoperancia de todos los actores
sociales. La crisis como pretexto ha sido denunciada por los órganos de
Naciones Unidas, en particular el que conoce de derechos económicos, sociales y
culturales.
Todo
ello admitido, y dejando aparte las contextualizaciones, las convenciones
sociales hacia los salarios femeninos se mantienen. Quizá no tanto en su
versión originaria de retribución complementaria a la del male bradwinner. Pero sí acaso, como nueva versión muy potente,
conforme a la cual la mujer precisa de menos ingresos para atender a sus
necesidades. Y hay algo más: las historias de las altas directivas son minoritarias.
Como género, las mujeres se ubican en los trabajos menos reconocidos y peor
retribuidos. Con ser cierto que la discriminación retributiva se ensancha
cuando se escala en el sistema clasificatorio, ojalá fuese ese ese el problema.
Promocionar y ser mujer resulta muy dificultoso, sobre todo a causa de unas
prácticas informales muy eficientes.
Punto
y aparte hay que hacer en torno a la discriminación múltiple, pues el sexo se
asocia eficazmente con otras causas. Como acaba de comprobarse con las oprobiosas
sentencias del Tribunal de Luxemburgo en torno al velo islámico, que no se han
planteado el más mínimo problema en torno a la adaptación recíproca
trabajadora-empresario. Por más que resulte obvio que la identidad musulmana
trasciende mucho el concepto de religión. Sobre todo, la identidad de la mujer
musulmana. No solo con la religión: se asocia con la edad, con la orientación e
identidad sexual, con la discapacidad, con la raza…Se generan discriminaciones
múltiples y personalidades complejas que han pasado desapercibidas para el
derecho. Y que desprecian la esencia de la mulier
economica. Y habría que añadir las otras causas de discriminación: la mujer
inmigrante que solo puede emplearse en el hogar familiar, la que es de clase
social inferior, como se le recuerda constantemente, la que es víctima de la
violencia en todas sus manifestaciones, la que es apartada del mercado de
trabajo por reglas absurdas…
Solo
enunciando algunos problemas, se comprueba que la brecha persistirá porque no
cabe otra consecuencia. Además, la mayoría de las entidades responsables están
muy poco concernidas. Así sucede, desde luego, con los organismos públicos,
cuya contribución a la lucha contra la brecha salarial ha sido prácticamente
ninguna. Las veces que han utilizado los resortes de la LO 3/2007 no han pasado
de la categoría de anécdota. A las organizaciones sindicales habría que
pedirles mucha más implicación, porque tampoco han puesto todo de su parte, ni
mucho menos.
Todo
ello admitido, hay una verdad incómoda que se resiste a ser expresada. El conflicto
retributivo tiene muchas dimensiones. La de género es una de ellas, pero que no
solo se explica en términos “trabajadora v. empresa”. Necesita exponerse
también como conflicto “trabajador v. trabajadora”. En mi experiencia cuando me
ha tocado informar, o recurrir, o asesorar, esa ha sido la diferencia más
insalvable y a la que tozudamente todo el mundo se ha resistido. Eliminar
discriminaciones retributivas implica congelar salarios masculinos, revisar
condiciones más beneficiosas, repartir complementos salariales concedidos inequitativamente,
neutralizar partidas salariales para trasvasarlas a otros conceptos no sesgados,
topar antigüedades con la misma finalidad. En ocasiones, supone que los hombres
sufran mermas retributivas.
La “equiparación
por arriba” no siempre es técnicamente posible. Y, aunque lo sea, no siempre
resulta alcanzable. O exigible al empresario, en las mesas de negociación. Por
supuesto que sí que es realizable en la mayoría de las ocasiones, pero no
siempre. Seguramente, cuando esto se asuma, se estará en mejores condiciones
para abordar sin falsas presuposiciones el problema de la brecha salarial. Sospecho que la percepción de este riesgo condiciona bastante la posición de
cada individuo en las mesas de negociación.
Pero
introducir igualdad retributiva implica, sobre todo, entender que la realidad
de la discriminación no solo se traduce en el binomio “trabajador-trabajadora”
sino en unas relaciones más diversas en las que, curiosamente, las mujeres son
siempre las perdedoras en términos de ingreso económico.
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