El conflicto griego ha puesto al descubierto las grandes
debilidades de las dos partes. No quiero ahora referirme al Gobierno de
Tsipras, que no es ése el caso. Creo que todavía no ha podido sino hacer
políticas al muy corto plazo, de tal modo que poco conocemos de él. Una
escenificación del desacuerdo con el Eurogrupo, una tensión de la cuerda
probablemente atrevida y poco más. Tal vez una apelación algo trasnochada a un
nacionalismo herido en su orgullo. Y una decisión de someter a referéndum la última
propuesta de Dijsselbloem y sus colegas que, vistas las últimas escaramuzas,
tenía más significado en términos de política interna que otra cosa. Pero ese
no es el tema.
Más bien, el problema está del otro lado. He comprobado que
el presidente del Eurogrupo es un laborista y que su desempeño en temas
educativos en Bélgica no ha sido del todo malo. Como socialdemócrata es el
presidente del Parlamento Europeo, el señor Schulz. E incluso lo es –aunque lo
esconde muy bien- el vicecanciller alemán , el Sr. Gabriel. Sin embargo, los
tres, especialmente el último, se han portado como unos matones de barrio en
relación con la crisis griega. El tema tiene su interés, en un Parlamento
Europeo en el que los socialdemócratas están emparedados entre los populares,
los conservadores y los liberales. Y en el escenario de una comisión presidida
por alguien a quien sí que le cuadra muy bien el apelativo de “viejo zorro”, el
señor Juncker. Digo esto porque, a la hora de la verdad, la capacidad política
de todos ellos y su supuesta experiencia no han aportado nada más positivo ni
fructífero que la supuesta inexperiencia y poca profesionalidad del bando
griego. Tal vez porque el método intergubernamental ha desplazado totalmente a las instituciones
de la UE y porque todo se decide mediante una llamada de teléfono entre la sra.
Merkel y sus “hermanos pequeños”.
El tema de Grecia es un caso muy notorio. Pero hay otros muy
claros. Por ejemplo, que el ingreso de nuevos socios –en particular, Rumanía y
Bulgaria- no ha supuesto una aproximación significativa de éstos a los
estándares económicos de los antiguos
EEMM. Que lo único que nos importa de los nuevos es que sus habitantes presten servicios
a precios baratos y que en ellos se puedan establecer plantas industriales que
ya no son rentables en la Europa Occidental. El otro día, en un congreso en
Vigo, escuchaba de una profesora polaca un relato más de cómo en los países
anteriormente en la órbita soviética no se han construido auténticos sistemas
de Seguridad Social. Es igualmente claro que preocupa el asentamiento de
nacionales de los Estados pobres en los más ricos, con acusaciones de
instalarse en éstos solo para beneficiarse de sus jugosas prestaciones de
asistencia social. Y, por supuesto, importa sobre todo la corrección de desequilibrios macroeconómicos y déficits
excesivos. Este último asunto, con ser importante, amenaza con constituir el
único tema de relevancia en los devaluados mecanismos de gobierno europeo que
hoy funcionan.
Los grandes objetivos hoy nadie los recuerda. Ya nadie aspira
a integrar a Turquía, un reto que hace años nos ubicaba ante la puesta en
marcha de una ampliación realmente transformadora de Europa. Nadie cree que el
mundo musulmán puede integrarse en Europa y asumir sus valores de democracia y
derechos humanos. A nadie le importa que la brecha salarial entre hombres y
mujeres se mantenga e incluso crezca. Nadie se preocupa realmente por la
tibieza del Tribunal de Justicia sobre los derechos humanos proclamados en la
Carta de Niza, ni por las largas reflexiones que necesita UE para ratificar el
Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Incluso nos encontramos con el referéndum británico de
salida. Preocupa lo inmediato –el eventual Grexit- pero no lo que sería más
destructivo y resulta más probable, por mucho que los tories quieran
convencernos de que no sucederá: el Brexit. Entretanto, Cameron coquetea con la
idea de denunciar el Convenio de Roma, para que Reino Unido no esté sometido al
Tribunal Europeo de Derechos Humanos. O, lo que es lo mismo, a la conciencia de
Europa.
Incluso en esta situación, hay rayuelas de esperanza: el
ingreso de Croacia, como acta de fin del último conflicto bélico en Europa,
supuso una gran alegría. En ocasiones, el Tribunal de Justicia, con su proceder
tan errático a veces, defiende algún que otro valor social. A cuentagotas, la
voluntad política parece querer sobreponerse a los designios macroeconómicos,
como se aprecia estos días en un esforzado Hollande o en una dubitativa Merkel.
Con todo, la Unión Europea de hoy decepciona más que transmite ánimo.
Es por eso que no me preocupa demasiado el juicio que haya
de hacerse a un político de un pequeño Estado Miembro, sino a una institución
que hoy gestiona intereses pequeños y renuncia a los grandes objetivos para los
que fue diseñada. Quizá los viejos zorros a los que se refería Timothy Garton
Ash, como Mitterrand o Andreotti, no
fueran un ejemplo en otros aspectos de sus biografías, pero al menos concebían
Europa más en grande.
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