Hoy he tenido la oportunidad de
escuchar a David Trimble. Un hombre admirable por lo que representa, el proceso
de paz en el Ulster. No importa si en su vida haya sido más un halcón o una
paloma, su legado es el de la paz, como le reconoció ya hace años la academia
sueca. Ahora reconvertido de unionista en tory,
peer de la House of Lords, poder escucharlo ha sido un auténtico privilegio.
Uno no sabe qué hay de especial en la política del Reino Unido, pero sí una
voluntad de encuentro y de diálogo que uno echa en falta en los comportamientos
autoritarios hispánicos. El desencuentro en lo ideológico –y, además, en lo religioso-
que se resuelve con la voluntad del compromiso y de la búsqueda de soluciones
desde una democracia radical que uno quisiera para sí mismo y su espacio
geográfico.
Se ha referido, como no podía ser
de otro modo, al Acuerdo de Viernes Santo de 1998, que puso fin a uno de los
conflictos violentos más enquistados que había en Europa. Cómo, con cierta
altura de miras, personas de procedencias tan distintas como Gerry Adams, John
Hume, Bertie Ahern, Tony Blair o el propio David Trimble fueron capaces de
alcanzar la paz. En el caso de Mr. Trimble, con la dificultad añadida de
templar las facciones más radicales de los unionistas norirlandeses. No por
casualidad años más tarde es un apacible lord conservador, alejado de las filas
del unionismo protestante.
En términos generales, habló de
su experiencia negociadora, de cómo manejarse políticamente. De que es
fundamental la actitud de quien se sienta en la mesa, que sólo vale la de
buscar genuinamente un compromiso. Pues en caso contrario, no hay nada que
hacer. La postura de destruir al adversario o buscar imponerse no vale. De que
las circunstancias importan también, como se puso de manifiesto, tras
frustrarse la primera ronda de 1992, con la excarcelación de varios líderes
republicanos irlandeses. Pero, sobre todo, se refirió a conceptos de práctica
negociadora: el del consenso suficiente entre fuerzas representativas de ambas
partes. El de la vocación negociadora como condición suficiente para un abandono
de la violencia, pero siempre condicional a que se verifique la posición pacífica
del otro. El del reconocimiento de que las negociaciones tienen que ser
necesariamente duras.
Los problemas de las presiones
sobre los negociadores fueron grandes, reconoció. También que no era suficiente
con alcanzar un acuerdo político razonable, porque contaban demasiado los
asuntos emocionales. Pero que, en tales situaciones, las cuestiones técnicas
eran fundamentales, como lo era un buen ambiente negociador. Y, sobre todo, la
asunción de la enorme responsabilidad que tenía cada una de las personas que
participaban en el proceso.
Hoy no escuché a un hombre
genial, sino a una persona normal, eso sí, dotada de un gran sentido práctico y
de una fuerte intuición política. Y, sobre todo, un hombre de profundas convicciones
democráticas. Tan lejos como uno pueda estar de su forma de pensar, estaría
seguro de que tardaría muy poco en ponerse de acuerdo con él. Cuál fue la base
del acuerdo. Algo tan sencillo como el uso de medios exclusivamente políticos y
democráticos añadido al principio de la “doble mayoría”: los acuerdos
fundamentales deberían asumirse por la mayoría sumada de los representantes de
los republicanos católicos y de los unionistas protestantes. Y, como telón de
fondo, que el estatus constitucional de Irlanda del Norte vendrá definido por
la voluntad democrática de Irlanda del Norte y de la República de Irlanda. Es
decir, una suerte de autodeterminación condicionada frente al Reino Unido y a
Westminster.
¿Cuánto mejor irían las cosas en
nuestro Reino si contáramos en las filas de la derecha con un puñado de
Trimbles? Claro que las tradiciones son enormemente distintas. Pero sobre todo,
las actitudes. El fue reacio a dar consejos a otros procesos, como el de Israel
y Palestina. Sin embargo, reconoció cuánto había aprendido de la reconciliación
y el proceso sudafricano, culminado pocos años antes.
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