8 ene 2015

LA LIBRE DIFUSIÓN DE PENSAMIENTOS E IDEAS


¿Cómo no estar de acuerdo con la editorial de hoy, mancomunada entre El País y otros periódicos Europeos? La libertad de pensamiento y de opinión deben prevalecer, desde luego sobre los ataques terroristas como el que ayer padecieron las víctimas del atentado terrorista a Charlie Hebdo. La amenaza a la convivencia y a la libertad de conciencia y de expresión no nos deja indiferentes. Ahora bien, el asunto plantea una serie de interrogantes de difícil respuesta y que producen cierta incomodidad.

El primero de ellos se refiere al propio concepto de terrorismo. Cuando los que realizan un ataque lo hacen en nombre del extremismo islámico –como es el caso aparente de ayer-, no parece haber problemas. Pero nos produce cierta incomodidad esta expresión cuando las víctimas son, por ejemplo, civiles hebreos que viajan en un autobús y la acción se comete con la “justificación” del aplastamiento que sufre el pueblo palestino. Como, a la inversa, nos la produce cuando se utiliza el propio aparato del Estado para asesinar, lo cual, desde luego, no es patrimonio exclusivo de Israel, aunque a veces se haga con el camuflaje de ciertas organizaciones “pantalla”, como le ha sucedido, por ejemplo, al pueblo checheno. La geopolítica ha cambiado, y ya no nos cuesta condenar un atentado cometido por ciertos grupos armados que declinan en Latinoamérica, pero claramente tenemos varia varas de medir. Si la justificación contra las acciones terroristas no puede existir nunca -¿estamos unánimemente de acuerdo con esta premisa?-, nos falta cierta calidad democrática en la definición de qué es una acción terrorista. Sin que quepa admitir un concepto exageradamente amplio ni simplificar las realidades, hay cierta doble moral en todo este asunto.

El segundo se refiere a los límites de la libertad de expresión. Este es un asunto todavía más complicado y lleno de sobreentendidos. No se trata del tema fácil de si existe una supuesta responsabilidad social de no molestar a ciertos grupos peligrosos. Se trata, más bien, de la posibilidad de admitir la libre expresión de cualesquiera pensamientos. De cuáles son los límites. Es un asunto todavía más incómodo, sobre todo desde el punto de vista de un modesto profesor enfadado con cuánto se permite la restricción de la libre expresión e información en el mundo de las relaciones laborales. Pero también perplejo con la visión extrema que parte del mundo académico global hace con base en la famosa Primera Enmienda de la Constitución Americana. El lenguaje del odio, la expresión desproporcionadamente hostil hacia los otros, ¿cuáles son sus fronteras? Es muy fácil afrontar esta pregunta a golpe de reforma del Código Penal, pero sin una reflexión más general que trascienda el ámbito delictivo. ¿Dónde se incuba la intolerancia?, ¿qué pensamientos u opiniones no deberían ser objeto de libre difusión? No cabe duda de que la restricción no puede ser nunca la regla y de que solo las opiniones que generan directamente violencia no deben ser amparadas.


Y el tercero es el reverso del anterior: si tenemos hoy una tan justa indignación, ¿no hemos tolerado en nuestros sistemas de convivencia demasiados límites innecesarios a la libre expresión? ¿No hemos sido demasiadas veces demasiado sensibles en nuestra dignidad con comentarios que nos pueden molestar pero que no deberían prohibirse? Hoy nos conmueven las víctimas de una intolerancia demasiado radical. Pero los derechos ayer tan fuertemente agredidos también son diariamente limitados por conductas de baja intensidad que restan pluralidad y democracia a nuestra convivencia colectiva.

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